Caperucita
Roja
Autor: Jairo
Aníbal Niño
Había
una vez un lobo muy inteligente e inquieto que vivía con sus padres en el
bosque. Su madre le había advertido muchas veces que no saliera de la cueva
antes de que cayera la noche, porque podía tropezarse con un hombre que le
podría hacer daño.
Pero
el lobito, aunque sagaz, era muy desobediente y, sobre todo, adoraba el olor de
las flores, la sombra fresca que proyectaban las ramas al mediodía y el canto
de los azulejos. De manera que tan pronto como mamá loba se sentaba a ver la
telelobela y aprovechando que papá lobo se hallaba en la gerencia de la mina de
esmeraldas, el lobito salía a hurtadillas de la cueva.
Una
mañana, cuando caminaba por un claro del bosque tropezó de manos a boca con un
ejemplar de la temida especie humana. Lleno de pánico esperó el disparo con los
ojos cerrados, pero a los pocos minutos se percató de que aquella niña vestida
de rojo no le haría daño. Y se limitaba a observarlo con curiosidad. Lobito
trabó conversación con ella, y al cabo de un rato, la niña de puro ingenua, le confesó
que acudía a casa de su abuelita con pasteles envenenados porque la vieja había
desheredado a sus padres. En vez de regresar a casa como era lo prudente, el
lobito prefirió indicarle a Caperucita el camino, mientras él tomaba un atajo
más corto para advertirle a la anciana. Es que el lobito tenía un corazón tan
grande como la boca.
Llegó
primero que la despiadada nietecita a casa de la abuela y no había informado a
la señora sobre el atentado que pretendía realizar Caperucita, cuando
escucharon que ésta golpeaba a la puerta; atemorizada la abuela, quiso
esconderse en algún recoveco oscuro; no hallando nada más oscuro que la boca
del lobo, se deslizó desconsideradamente por las fauces del lobito y se refugió
en su estómago. Ya habíamos dicho que el lobito tenía una boca muy grande. En
seguida, éste se echó encima un gorro de la abuela antes de que entrara
Caperucita.
Caperucita
se aproximó al lobo disfrazado de abuelita y muy pronto entró en sospechas.
“¡Qué orejas tan grandes tienes!”, le comentó. “Son para oírte mejor”,
respondió el lobo. “¡Y qué manos tan grandes tienes!”, agregó la chica. “Son
para acariciarte mejor”, disimuló el lobito. “¡Y qué boca tan grande tienes!”,
observó Caperucita; cuando se disponía a contestar, la niña alcanzó a ver en lo
hondo los ojos aterrados de la abuelita, y perdiendo toda compostura, agarró el
pastel envenenado y se lanzó en busca de la anciana por la boca abierta del
pobre lobito.
En
esos momentos atinaba a pasar un temible cazador que escuchando el alboroto, penetró
en la casa y el cruel y sanguinario personaje, apenas vio al lobito, se le
abalanzó armado de un filoso cuchillo y le dio muerte con el fin de utilizar su
piel para una alfombra pie de cama. Cuál no sería su sorpresa cuando de la
barriga del lobito asesinado saltaron la abuela y Caperucita, quienes por
proteger la imagen de la familia, callaron la verdadera historia.
Esa
noche, mamá loba y papá lobo esperaron inútilmente el regreso del lobito; y
siguen aguardándolo con una llamita de ilusión porque no captan la crueldad del
corazón humano. Simplemente lo hicieron registrar como desaparecido.